Desperté sin olfato. No tardé en echar en
falta el aroma del café, el olor del pan tostado, la fragancia de mi mujer. La
comida no me supo igual, ni el abrazo de mi hijito. Con el tiempo me fui
acostumbrando. He olvidado el tufo asfixiante del tráfico en hora punta; me
llevo mejor con el Sucio, mi compañero de trabajo; y puedo subir
en el ascensor con la vecina del quinto,
amante de la colonia barata. Guardo en secreto esa experiencia
alucinante que, a cambio de atrofiarme la nariz, me dio una visión distinta de
las cosas.
Concha García Ros
Publicado en la Revista Valencia Escribe, número 14