Pero esta vez, ella lloró. Lágrimas metálicas
que resbalaban por su cara depositándose en un lento goteo sobre los hombros de
él. Javier, muy sorprendido, se excitó
aún más cuando escuchó su extraña voz, como un eco cibernético, resonando en
las paredes del laboratorio. Puedo sentirte, le dijo, mientras él se pellizcaba la pierna para comprobar que estaba despierto.
Ella
acercó sus labios y le regaló un largo y frío beso. Se oyeron pasos acercándose. Antes de
desenchufar delicadamente su batería, no pudo evitar susurrarle al oído: no
tengas miedo, será nuestro secreto.
Concha García Ros