Cruzó el pasillo, bajó al sótano y disparó al
prisionero. Sintió que la euforia
inmediata de la venganza le rejuvenecía. Ella, que ni siquiera se dignaba a
darle los buenos días, que siempre le miraba con reprobación, que ya no quería
sus abrazos, con él se deshacía en atenciones. Hasta le llamaba “amorcito”.
Pero eso se acabó.
Cuando María volvió de la compra fue a
cambiar el agua y el alpiste de la jaula, pero no la encontró por ninguna
parte. Cuando él entró en la cocina le
miró con furia, pero ni siquiera eso hizo que le hablase.
Concha García Ros.